"A nuestros mayores: perdón, quizás no supimos hacerlo mejor"
Nos disponemos a tachar en el calendario el día 29 de abril de 2021, Día Europeo de la Solidaridad y Cooperación entre Generaciones desde 2009. No cabe una efemérides con un título que contenga en sí tantas evocaciones como provocaciones en este momento.
Al cabo de más de un año de pandemia, aquejados globalmente por una incertidumbre común y retadora, las sociedades occidentales miran atónitas a la descomposición de modelos y paradigmas de relación intergeneracional que parecen haber sucumbido ante oleadas de miedo y enfermedad como causa de otras peligrosas mareas de aislamiento y sufrimiento. La soledad consiguiente ha sido especialmente dolorosa en el caso de las personas mayores, voluntaria o involuntariamente recluidas, muchas de ellas aisladas además por la ausencia de medios digitales y telemáticos. Mientras eso ha ocurrido y ocurre, muchas otras personas, animadas hasta hace poco por un renacimiento de la necesidad de relacionarse y asociarse a los vínculos naturales de otras generaciones, acaso pretendiendo salvaguardar el criterio primario de la seguridad física, han aceptado, con una mezcla de sumisión y añoranza, su triste e “inexorable” destino.
Estos cambios bruscos y vertiginosos en nuestros modelos de relación han puesto en evidencia muchas debilidades estructurales y morales por un lado, pero también ha sido sintomática de un gran anhelo extendido y ostensible de asegurar y mantener, incluso en medio de las sombrías circunstancias actuales, las relaciones basadas en el agradecimiento, el reconocimiento y la solidaridad entre las distintas generaciones que constituyen nuestra sociedad.
La paradoja por la que, en no pocas ocasiones, el ser humano suele añorar eso que aún sigue estando a su alcance, ha vuelto a ser una palmaria evidencia. Las sociedades modernas que, por fortuna, vislumbran avances técnicos, científicos y médicos redentores carecen — por inacción, incapacidad o abulia — de instrumentos que mantengan esa otra forma de seguridad y salud existencial que estriba precisamente en la relación con los demás y, muy especialmente, con aquellos que conforman los otros momentos del decurso vital de las personas dotándola de sentido y rumbo.
Será tarea de otros especialistas estudiar y calibrar la dimensión de esta crisis relacional que tal vez aparezca en los tratados de historia futura como efecto colateral de la gran crisis sanitaria y pandémica que nos aqueja. Sin embargo, tendríamos motivos para temer que, como con otras lacerantes heridas sociales e históricas, se empolvarán los nombres y las vidas de todos cuantos vivieron, desde la orilla de las islas lejanas en las que se les confinó, el incomprensible sino de no haber solucionado lo evitable en medio de lo inevitable. Quizá entonces, cuando nuestra mente obsesivamente obstinada en salvaguardar la salud y la seguridad como el bien vital más preciado, entendamos que no resguardamos la poderosa fuerza por la que amamos vivir y que sigue consistiendo en reconocernos en las pupilas de los demás.
No se supo hacer de otra manera —diremos nostálgicos— como buscaron consuelo los protagonistas de otros desatinos pasados y presentes. En ese momento de exoneración y justificaciones a los que nos damos con denuedo para reconfortar nuestra conciencia individual y común, precisamente entonces, puede que resuene dentro de nosotros la insultante denuncia de lo que pudimos y debimos resolver justo tras la puerta de al lado, detrás de un número de teléfono o tomándonos la molestia de explicar a quienes han sido entendedores de muchas más cosas que nosotros, cómo funcionan cuatro botones que les separaban de todos los demás.
Volveremos a vernos, a tocarnos y a sentir ese calor humano esencial que nos recuerda quiénes fuimos y seremos. ¡Qué dolor pensar en que lo único que se nos ocurra decir entonces es “Perdón, es que no se supo hacer de otra manera”!
Ángel Barragán Cerrato, afiliado del M+J Granada y miembro de “Más Intergeneracionalidad”