
La política de los ascensores
Vivimos momentos de “clímax” mundiales. Aunque la situación viene de lejos, en la actualidad parece que cada día se da “una vuelta de tuerca” más en lo que se atisba como un futuro, cuanto menos, muy complicado.
Las crisis violentas en lugares “calientes del mundo” -la maltrecha franja de Gaza en estos instantes, la larga guerra ya en Ucrania y muchos otros lugares menos mediáticos pero igual de dolorosos-, las amenazas terroristas, las consecuencias del cambio climático, los movimientos migratorios, las pugnas geoestratégicas entre los “poderosos” del mundo -EEUU, China, Europa…-, la crisis social y política por la polarización ideológica, el crecimiento de las desigualdades sociales… Todo ello justifica para muchos el “haber perdido” la fe en la humanidad, o el creer que “esto va a explotar en algún momento”.
No quiero situarme en esa visión pesimista, por más que la realidad a veces sea tozuda. No va conmigo, ni creo que nos lo podamos permitir. Pero eso no quita que entienda y comparta los diagnósticos que hablan de un “mundo enfermo”. Esa misma expresión, salió varias veces en una mesa redonda en la que he participado estos días en torno al Día Internacional para la erradicación de la pobreza (17 de octubre).
Ahora bien, la pregunta decisiva es qué se puede hacer para revertir dicho proceso “enfermizo”, triste y oscuro.
En la citada mesa redonda yo hablaba de la necesidad de políticas en tres direcciones complementarias: la más asistencialista, orientada a paliar los efectos más perentorios de las desigualdades y las crisis (aplicar “tiritas” decía yo, siguiendo con el símil de la enfermedad), la más promocional, para crear condiciones de posibilidad para que toda persona y todo estado puedan por sí mismos prosperar y encontrar soluciones a sus problemas coyunturales y multifactoriales (suministrar “botiquines” caseros para que cada enfermo pueda autogestionarse ciertas dolencias), y la más estructural, encaminada a conseguir todas aquellas transformaciones y cambios profundos que aboquen a una sociedad más justa, humana y fraterna para siempre (“operar” al enfermo para sanar por dentro y de raíz su mal). Obviamente, esta última es a la que hay que atender, pero sin descuidar las otras dos.
Aún así, esa acción política explícita en cualquiera de sus direcciones no resuelve el cuestionamiento que muchos ciudadanos y ciudadanas, se hacen: “Pero, ¿puedo hacer yo algo para contribuir a ese cambio?”. Es la sana inquietud de toda persona de “buen corazón” que no es política de profesión, no trabaja en las instituciones donde se “parte el bacalao”, y que desarrolla su vida por otros derroteros.
La respuesta rotunda es sí. Cómo no. Hay muchas cosas que, como sujetos preocupados por la herencia que vamos a dejar a nuestros hijos y nietos, podemos hacer individual o colectivamente. De hecho no son pocas las iniciativas que personas, familias, movimientos, o entidades van poniendo en marcha para crear espacios “de esperanza”, haciendo visible que ese “otro mundo es posible” aquí y ahora.
Entre todas ellas, brevemente, quiero hacer una apuesta decidida por lo que yo he llamado “la política de los ascensores”. La llamo así en referencia a todos los momentos cotidianos en los que, cada una/o de nosotras/os, se ve partícipe de conversaciones aparentemente “intrascendentes” pero de un calado político muy profundo.
Porque no es raro -si la altura del edificio lo posibilita- que en subidas o bajadas de ascensores con vecinos de toda la vida, y también en las peluquerías del barrio, las colas de la carnicería, los entrenamientos de los hijos y tantas otras ocasiones, surjan conversaciones sobre temas de actualidad política. Por desgracia, en todas ellas lo más frecuente es encontrarte con afirmaciones (casi siempre sin contrastar, copiadas de líderes de opinión o de mensajes recibidos por whatsapp), que no hacen sino “agrandar” los problemas, abrir más aún las heridas, evidenciar los enfrentamientos y, como resumen, poner barreras a las soluciones de los conflictos.
Todos estaremos estos días presenciando o participando en diálogos fugaces donde, según la persona, culpa a una parte u otra de lo que se está viviendo en Israel-Palestina. O, en las que se defiende sin paliativos o se denosta sin misericordia las diferentes manifestaciones de líderes nacionales en torno a la creación de nuestro futuro Gobierno.
Pues bien, con ese proceder no estamos sino enquistando los problemas y, aunque puedan parecer comportamientos baladíes, en definitiva son esos comentarios hechos a la ligera, faltos de rigor, llevados por las “filiaciones” ideológicas de cada uno/a… los que van alimentando el sustrato social del que nacen después las grandes declaraciones y decisiones públicas.
Los políticos podremos ser muchas cosas. Pero no tontos. Y rara vez se toman decisiones políticas que no nazcan del “pulsar” el estado de opinión de los ciudadanos, convencidos de que alinearse con ellos es lo que encumbra o mantiene en el poder. Por eso, quizá si los ciudadanos/as en lugar de alimentar enemiguismos, enfrentamientos o culpabilidades, optamos por hablar desde el respeto, desde lo que construye y no de lo que destruye, desde la búsqueda sincera de la verdad -que siempre, lo queramos o no, para los mortales es poliédrica-, conseguiremos por el efecto “bola de nieve” que algún día los políticos no puedan sino seguir esa inercia y trabajar por el bien común, y no por los propios intereses cortoplacistas, las visiones ideologizadas y las heridas condicionadoras.
Pues eso.
La próxima vez que tomes el ascensor con un vecino, haz la prueba. Después de hablar del día que hace, saca un tema “polémico” pero desde una perspectiva conciliadora o sanadora. Verás como, además de sorprenderle, comienzan a cambiar las cosas. (Bueno, date un poquito de tiempo…)
Luis Antonio Rodríguez Huertas
Partido Por Un Mundo Más Justo Granada